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Neoclasicismo

Espíritu de la Ilustración

«Pero la belleza del arte exige una sensibilidad más elevada que la belleza de la naturaleza, porque la belleza del arte, como las lágrimas derramadas en una obra de teatro, no da dolor, no tiene vida, y debe ser despertada y reparada por la cultura. Ahora bien, como el espíritu de la cultura es mucho más ardiente en la juventud que en la madurez, el instinto del que hablo debe ser ejercitado y dirigido hacia lo que es bello antes de que se alcance esa edad en la que uno temería confesar que no tiene gusto por ello»

Johann Joachim Winckelmann

Imágenes: Jacques-Louis David: El juramento de los Horacios”, 1784, Museo del Louvre ·· Antonio Canova: «Psique reanimada por el beso del amor», 1793. París, Louvre. Fotografía de Kimberly Vardeman, licencia cc-by-2.0.

En 1755, un hasta entonces poco conocido arqueólogo e historiador de arte, Johann Joachim Winckelmann, publicó “Werke in der Malerei und Bildhauerkunst” (“Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura”), una obra en la que desarrollaba un sentido elogio del arte clásico, y que se convirtió en un inesperado éxito internacional, éxito que el autor repetiría nueve años después con su obra más famosa, “Historia del Arte de la Antigüedad”. Winckelmann, que había trabajado en las excavaciones de Pompeya y Herculano, fue un notable historiador (aunque no exento de cometer errores, como su idea de que las esculturas griegas carecían de policromía), pero su gran virtud fue su prosa, evocadora y convincente en su entusiasta defensa de la antigüedad clásica. “La única manera de llegar a ser grandes”, escribió, “es con la imitación de los griegos.

Las ideas de Winckelmann llegaron, además, en un momento muy apropiado. La recién nacida Ilustración proponía un nuevo humanismo, una visión antropocéntrica del mundo en cierto modo similar a la surgida durante el Renacimiento. Por otra parte, el “Grand Tour”, o los viajes de la aristocracia europea visitando los monumentos italianos, que había comenzado ya en el siglo anterior, ganó popularidad a mediados del XVIII, llevando la admiración por el arte clásico a toda Europa. Todo esto fue el caldo de cultivo ideal para la aparición del Neoclasicismo, un movimiento cultural que buscaba su inspiración en el arte y la cultura del mundo clásico, y que se oponía a los excesos del Barroco y el Rococó, que habían sido predominantes en Europa hasta mediados del siglo XVIII.

No es de extrañar que los grandes pioneros de la pintura neoclásica fuesen dos amigos de Winckelmann: Anton Raphael Mengs y Pompeo Girolamo Batoni, que fueron grandes rivales durante vida. No obstante, la gran figura de la pintura neoclásica pertenece a una generación posterior: Jacques-Louis David, quien a comienzos de su carrera prefirió el Rococó, cambió de estilo al conocer a Anton Raphael Mengs en Roma. Durante la década siguiente a su regreso a París, en 1780, David pintó dos de sus más conocidas obras maestras, “El juramento de los Horacios” (1784, Museo del Louvre) y “La Muerte de Sócrates” (1787, Metropolitan Museum), obras que son, junto a sus posteriores “Muerte de Marat” (1793, Museo de Bellas Artes de Bélgica) y «El rapto de las sabinas» (1799, Museo del Louvre), las obras más reconocibles del Neoclásico. Uno de sus alumnos, Jean-Auguste-Dominique Ingres, es a menudo considerado como la segunda gran figura de la pintura neoclásica, si bien con influencias orientalistas, que son apreciables en sus famosas pinturas de odaliscas. En ocasiones se asocia al Neoclasicismo el nombre de Francisco de Goya, aunque su carrera, cambiante y en general inclasificable, se acerca más al Romanticismo.

La escultura neoclásica se inspira, como se podía esperar, en los modelos del mundo clásico. La teoría (hoy considerada errónea) de Winckelmann sobre la ausencia de policromía en la escultura clásica llevó al uso intenso del mármol blanco. Uno de los primeros grandes escultores neoclásicos fue Jean-Antoine Houdon, cuya fama como retratista le llevó incluso a recibir una invitación para viajar a Estados Unidos, donde realizó una escultura de cuerpo entero de George Washington, hoy expuesta en el Capitolio de Virginia. No obstante, la cumbre de la escultura neoclásica se alcanza en la obra de Antonio Canova, quien revivió la mitología clásica en obras maestras como sus tres versiones de “Psique reanimada por el beso del amor” (o “Cupido y Psique”, 1793), la “Venus Victrix” (1805-08, Galleria Borghese) o sus dos versiones de “Las Tres Gracias” (1814–1817).

Imágenes: Palacio de la Légion d’Honneur. Fotografía de JLPC / Licencia CC BY-SA 3.0 ·· Capitolio de los Estados Unidos, Washington

En ninguna otra disciplina se aprecia tanto el cambio del Rococó precedente al Neoclasicismo como en la arquitectura, que supone el capítulo más extenso del estilo neoclásico. De hecho, las ideas formales del Neoclasicismo son visibles en algunos edificios anteriores a la difusión de las ideas de Winckelmann, como es el caso de la arquitectura palladiana que apareció en Gran Bretaña en el siglo XVI, y, por otra parte, edificios de estilo neoclásico se siguieron proyectando en Europa y Estados Unidos incluso a mediados del siglo XIX, cuando el Neoclásico había sido ya abandonado en pintura y escultura.

Frente a las formas curvas y asimétricas del estilo anterior, el Neoclasicismo prefiere la racionalidad propuesta por la Ilustración, y para materializarla recurre al orden y a la geometría de la antigüedad clásica. Pero más allá del aspecto formal, la racionalidad está presente a la hora de concebir y proyectar el edificio. Los arquitectos del Neoclásico, a diferencia de los de periodos anteriores, otorgan una enorme importancia al proceso de proyectar, como atestiguan los numerosos bocetos y esquemas técnicos existentes. “Al ideal barroco de la técnica virtuosa le sucede el ideal neoclásico de la técnica rigurosa”, escriben Joan Campàs Montaner y Anna González Rueda (“Del neoclasicismo al romanticismo”). “La verdadera técnica del artista es la de proyectar: todo el arte neoclásico está rigurosamente proyectado”.

Un aspecto único de la arquitectura neoclásica es que abrió la puerta para otros estilos «neo«, los llamados «revivals» (neogótico, neobizantino, etc.), que continuaron durante gran parte del siglo XIX, y en cierto modo podríamos considerar que nunca han muerto del todo. Se debe señalar que, pese al éxito que estos «revivals» tuvieron en su momento, la crítica moderna no ha sido, por regla general, muy generosa con ellos. Bruno Zevi nunca ocultó su desprecio hacia estos movimientos, calificando esta etapa como «una época de mediocridad de invención y de esterilidad poética«. Leonardo Benevolo, por su parte, apunta que «aunque la razón de este pasaje sea el deseo de mantener la continuidad con el pasado, todas las tesis de la cultura arquitectónica tradicional sufren una especia de vuelco. Esforzándose por adaptar los procedimientos del pasado a las necesidades del presente se fuerzan poco a poco estos procedimientos, hasta el límite de la rotura«.

La arquitectura del Neoclasicismo, a diferencia del Rococó que lo precedió, tuvo presencia en prácticamente todas las regiones de Europa, siendo especialmente fuerte en Francia (con el llamado Estilo Luis XVI) y Reino Unido (Estilo Adam, en referencia al arquitecto William Adam y sus hijos). Especialmente notable es la popularidad que el estilo neoclásico alcanzó en los entonces jóvenes Estados Unidos, donde fue adoptado como el estilo predominante para los edificios de mayor importancia, siendo el ejemplo más célebre Capitolio de los Estados Unidos, iniciado por William Thornton y concluido por Benjamin Henry Latrobe.

Texto: G. Fernández · theartwolf.com

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