Frida Kahlo
Dos autorretratos de Frida Kahlo, “Autorretrato con Collar de Espinas y colibrí”, 1940. Óleo sobre lienzo, 61 x 47 cm. Harry Ransom Center, Austin, Estados Unidos ·· “La Columna Rota”, 1944. Óleo sobre lienzo, 40 x 30,7 cm. Museo Dolores Olmedo Patiño.
Existen ciertas figuras del mundo del arte que, por una combinación de factores artísticos y extra-artísticos, adquieren un estatus casi mitológico que trasciende del mundo del arte, pasando a convertirse en símbolos/iconos de épocas, ideas o movimientos, con mayor o menor justificación. La pintura antigua tiene a Leonardo da Vinci, encarnación del superhombre creativo cuya infinita curiosidad ha sido exagerada hasta lo casi sobrenatural por películas y best-sellers. El siglo XIX tiene a Vincent van Gogh, el héroe trágico de la pintura occidental, paradigma del loco incomprendido cuya genialidad solo es entendida tras su muerte. Y el siglo XX tiene a Frida Kahlo. En el último tercio del siglo XX, distintos movimientos sociales empezaron a identificar en Frida Kahlo a una pionera en la defensa de sus causas, rescatando a la artista de un cierto olvido en el que había caído en los años posteriores a su muerte, y convirtiéndola en una celebridad inmediatamente reconocible, incluso para aquellos no interesados en el arte. Y así, tras la muerte de Frida la artista nació Frida el símbolo feminista, Frida el icono LGTB, Frida la heroína indigenista… En definitiva una Fridamanía que habla hasta la saciedad de la vida de la artista, de sus ideas y relaciones personales, y, en mucha menor medida, de su obra artística.
El hecho de que esta condición de “mito” haya surgido tras la muerte de la pintora no debe llevarnos a la creencia errónea de que Frida Kahlo no fue admirada durante su vida. Lo fue, y por muchas de las figuras más destacadas del arte de su época. Fue alabada por Kandinsky y por André Breton, para quien el arte de Frida Kahlo era “como un lazo alrededor de una bomba”. El mismísimo Pablo Picasso, a quien se le ha calificado en numerosas ocasiones de misógino, escribió a Diego Rivera: “ni tú, ni Derain, ni yo somos capaces de pintar una cabeza como las de Frida Kahlo”. Las alabanzas de Breton y Picasso apuntan también a una importante característica de la obra de Kahlo: su indomable originalidad, no sujeta a estilos o tendencias, que la convierte en una artista inclasificable, si bien es posible encontrar influencias del muralismo mexicano y del realismo mágico. Es tentador -aunque erróneo- calificarla de surrealista (movimiento al que Breton la invitó a formar parte), algo que ella siempre negó con su particular estilo de trágica resignación: “Pensaban que era una surrealista, pero no lo era. Jamás pinté sueños. Pinté mi propia realidad”.
Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón nació en Coyoacán, Ciudad de México, en 1907, hija de una mexicana y de un fotógrafo de origen alemán. Desde niña, su vida estuvo marcada por sus problemas de salud, sufriendo, con tan solo seis años, una poliomielitis que le dejaría secuelas físicas, como una pierna más larga que otra. Pero su historia realmente trágica comenzó el 17 de septiembre de 1925, cuando un accidente del autobús en el que viajaba le provocó una triple factura de columna, múltiples fracturas en las piernas, costillas, y daños irreparables en su sistema reproductor. Postrada en la cama, y con dudas sobre si podría volver a caminar, Frida Kahlo comienza a pintar. “La paleta la salvó, el pincel la liberó (…) Así empezó a pintar y renació con los colores. Con un caballete especial y un espejo sujeto al techo de la cama, Frida Kahlo podía por lo menos verse y así comenzó la trayectoria de explorar el ‘yo’” (Lucía Chen, “Frida Kahlo, vida y trabajo”, 2008). Todavía en el hospital, pinta su “Autorretrato con traje de terciopelo” (1926), lo que sería el inicio del interés de la artista por el autorretrato.
Frida Kahlo “Hospital Henry Ford (La cama volando)” (a veces llamado “Aborto en Detroit”), 1935. Óleo sobre lienzo ·· «Cuatro habitantes de México”, 1938. Óleo sobre lienzo. Colección particular.
Sus intereses políticos, claramente de izquierdas, la ponen en contacto con varios intelectuales de la época, a través de los cuales conoce al pintor muralista Diego Rivera, veinticinco años mayor que ella y militante del Partido Comunista, con quien contrae matrimonio en 1929. De la relación personal entre ambos se ha escrito mucho, y un repaso detallado de la misma obligaría a mencionar infidelidades (incluyendo la de Diego con la hermana de Frida), discusiones, e incluso un divorcio y un segundo matrimonio entre ambos. Frida llegó a escribir que “he sufrido dos graves accidentes en mi vida, uno en el que un tranvía me atropelló… El otro accidente es Diego.” Pero a nivel artístico la relación fue fructífera, y tanto para Frida como para Diego fue beneficioso que su arte entrase en contacto con el del otro. La fama de Diego Rivera le llevó a recibir varios encargos artísticos de Estados Unidos (incluyendo un polémico y hoy destruido mural del Rockefeller Center), por lo que en 1930 la pareja se muda al país vecino. En contraste con las monumentales pinturas de su esposo, Frida prefiere las composiciones de pequeño tamaño, como su conmovedor y autobiográfico “La cama volando” (1932).
Tras el regreso de la pareja a México, en 1935, Frida Kahlo comienza participar en exposiciones, incluyendo la Exposición Internacional de Surrealistas en París (1938), y en la década siguiente su arte alcanza por fin su madurez. En 1940 pinta su obra más ambiciosa, la hoy desaparecida “La Mesa herida”, además de “Autorretrato con collar de espinas y colibrí”. En estas pinturas, como en la práctica totalidad de la obra de Kahlo, la artista se identifica directa o indirectamente con el arte y el pueblo indígena. En este sentido, “Frida no imitó el arte popular porque su mentalidad fuera pueblerina. Tenía bastantes conocimientos sobre el arte y conocía a artistas, críticos e historiadores de la materia (…) Le encantaban el primitivismo y la fantasía de Gauguin o Rousseau, pero estos elementos eran distintos en su propia pintura, porque ella los derivaba de la tradición popular mexicana. La adopción del primitivismo como manera de tratar el estilo y las imágenes le ofrecía varias ventajas a Frida. Además de reafirmar su compromiso con la cultura indígena mexicana, hacía una declaración política de izquierda, pues expresaba su sentimiento de solidaridad con las masas. El estilo artístico popular también coincidía con la imagen que Frida cuidadosamente construyó alrededor de su propia persona” (Hayden Herrera, “Frida: Una biografía de Frida Kahlo”, 1983).
Durante la década de 1940, la fama de Frida Kahlo aumenta, especialmente en los Estados Unidos, pero su salud sigue siendo preocupante. Se ve obligada a someterse a varias operaciones quirúrgicas, y el dolor es en ocasiones tan fuerte que la obliga a permanecer postrada en cama, además de tener que recurrir a los opiáceos. Su condición física es reflejada por la artista en pinturas como “La Columna Rota” (1944) o “Sin Esperanza” (1945). En 1953, una gangrena obliga a que una de sus piernas sea amputada por debajo de la rodilla. “Pies para que os quiero / si tengo alas para volar”, escribió la artista en su diario, aunque la amputación la sumió en una fuerte depresión que llegaría hasta el intento de suicidio. Pero ni siquiera este infierno que era su condición física interrumpió su trabajo. Durante los que serían los últimos años de su vida, mostró un interés destacable por las naturalezas muertas. Pocos meses antes de morir pinta “Naturaleza muerta: viva la vida” (1954), hoy conservada en el Museo Frida Kahlo. La noche del 12 al 13 de julio de 1954, Frida Kahlo falleció en su casa de Coyoacán, víctima de una bronconeumonía. “Espero alegre la salida, y espero no volver jamás”, escribió la pintora en la última página de su diario. La artista había muerto, pero el mito no había hecho más que nacer.
G. Fernández · theartwolf.com
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