Paul Gauguin en los Trópicos
por G. Fernández – theartwolf.com
En la primavera de 1891, un buque elegante y confortable de nombre Océanien surcaba el Índico rumbo a las colonias francesas de Nueva Caledonia. Su pintoresco pasaje, dividido en tres clases dentro de la cubierta, abarcaba desde grandes funcionarios y terratenientes en el Pacífico hasta jóvenes de las clases más humildes que viajaban a las colonias en busca de un futuro que la vieja Francia ya no les podía proporcionar. En otras palabras, los buques transoceánicos eran en esa época un auténtico zoológico humano, un circo con tantos actores en el que sin duda nadie se fijaba en un hombre de mediada edad, de poderoso bigote y mirada vacía, que pasaba las largas jornadas con la vista perdida en el horizonte. No obstante, aquel anónimo personaje que ocupaba uno de los humildes camarotes de la tercera clase, no era un viajero más. Era ya un admirado pintor llamado Paul Gauguin que viajaba rumbo a Tahití en busca de una redención artística, una búsqueda de lo primitivo y exótico que le ayudase a encontrar el camino por el cual podría purificar su arte, según sus propias palabras, «Occidente está podrido (.) y todo el que es Hércules puede, como Anteo, cobrar nuevas fuerzas tocando el suelo de allá lejos. Y volver uno o dos años después, sólido»
La vida y obra de Paul Gauguin en Tahití y las Marquesas
No obstante, el viaje de Gauguin tampoco era precisamente una odisea de vagabundo. De hecho, hizo que el embajador en persona lo recibiera en el puerto de Papeete, la capital tahitiana, como enviado oficial del Estado francés. Además, Papeete ya no era el paraíso en los trópicos, el pueblo exótico y misterioso que pudieron encontrar los grandes viajeros de épocas anteriores como el legendario capital Cook. Los colonos, fuesen civiles o militares, y por supuesto religiosos, habían contaminado el pueblo con toda la miseria propia de una capital colonial. Sin embargo, aún subsistía, sobre todo en poblaciones lejanas a la capital, parte de la cultura autóctona y primitiva que Gauguin buscaba.
¿FUE GAUGUIN UN COLONIZADOR?
En las últimas décadas, los críticos e historiadores -mucho más documentados, perspicaces, y también malintencionados que en épocas anteriores- han encontrado en este recibimiento y en la actitud de cierta superioridad paternalista del primer Gauguin (que califica a los polinesios como «mansos hasta la necedad») de Tahití unas intenciones equiparables a la de los primeros colonizadores, intentando imponer a los nativos las costumbres y creencias del viejo occidente. Sin embargo, el asunto no es ni mucho menos así de simple.
En «Ia Orana Maria (Salve, María)» (Nueva York, Metropolitan Museum), obra fechada en 1891, primer año de Gauguin en Tahití, Gauguin ha trasladado al exótico Pacífico Sur la temática cristiana: la Vírgen y el niño, al igual que las dos mujeres adoradoras, e incluso el ángel de alas doradas que se intuye entre el follaje, son claramente nativos polinesios. Gauguin acerca así la fe católica a la cultura local introduciendo a los nativos en lo más profundo de la religión cristiana. No obstante, esta obra, que se aleja claramente de la iconografía clásica, hasta el punto de que somos incapaces de dilucidar si se trata de una Anunciación o de una Adoración , pronto da paso a composiciones en las que las creencias ancestrales de los nativos toman protagonismo, como es el caso de «Manao tupapau (El espíritu de los muertos te vigila» (Buffalo, Albright-Knox Art Gallery), considerado por el propio pintor como una de sus obras maestras del primer periodo tahitiano, que Gauguin explicaba así: «Este pueblo tiene por tradición un miedo muy grande al espíritu de los muertos (.) Hago el aparecido simplemente una mujercita porque la muchacha (.) no puede ver sino ligado al espíritu del muerto el muerto mismo, esto es, una persona como ella misma»
Con esta pintura, Gauguin abandonaría progresivamente la temática cristiana para introducirse de lleno en las tradiciones nativas. Y, aunque es cierto que recuperaría la primera en algunas pinturas como «Te Tamari No Atua (El nacimiento de Cristo)» (Munich, Neue Pinakothek) o «Maternité» (dos versiones, una en el Ermitage y otra recientemente vendida en 2004 en Sotheby’s por 39,2 millones de dólares), es también cierto que estas influencias ancestrales tomarían una posición predominante no sólo en su obra artística, sino también en su propia forma de ser. Así, el presunto «colonizador» cristiano llegaría con el tiempo a ser un furibundo detractor de la Iglesia , mientras que en su interior, Gauguin va abriendo paso a las primitivas creencias nativas de unión entre el hombre y la naturaleza ( «El caballo blanco» , Museo del Orsay, o el magistral «Matamua (en el principio)«- de la colección Thyssen, un cuadro que describe un valle ensoñado en el centro de la isla, donde sus habitantes «quieren vivir como antaño) y los espíritus y dioses locales, de los que realizaría numerosas tallas en años posteriores.
ÍDOLOS Y DIOSES
Ya casi al final de su vida, en las Islas Marquesas, Gauguin reflexionaba sobre la tradición escultórica de Polinesia: «Este arte ha desaparecido por culpa de los misioneros, que han considerado que esculpir, decorar, era fetichismo, ofender al Dios de los cristianos». En efecto, ya a finales del siglo XIX la casi totalidad de las antiguas tallas de madera polinesias habían sido destruidas por las devastadoras misiones cristianas. Gauguin emprende así una misión épica: devolver a los nativos polinesios su destruida mitología.
Por desgracia, la mayoría de las tallas que Gauguin creó fueron talladas en una madera de baja calidad, lo que provocó su prematura destrucción. No obstante, en el Museo del Orsay se conservan dos estatuillas definidoras de este Gauguin recuperador : el Ídolo de la concha y el Ídolo de la perla . La datación de ambas, si bien no la conocemos con exactitud, puede situarse en torno a 1892. En ambas figuras, Gauguin representa al dios polinesio Taaroa, cuya concha contiene -según la tradición polinesia- el universo en el que vivimos. Pero no sería hasta 1894, ya de vuelta en Paris (capítulo que veremos a continuación), cuando Gauguin crearía su obra maestra escultórica: la figura de Oviri (Paris, Orsay), siniestra representación del dios polinesio de la muerte y el duelo. La figura, a la que Gauguin llamaba La Tueuse (La matadora) es una inquietante figura femenina de rasgos toscos y primitivos, larga cabellera y enormes ojos, que se alza sobre la horrenda figura de un lobo muerto.
Pero esta recuperación iconográfica que lleva a cabo Gauguin no se ciñe sólo a las obras tridimensionales: en años posteriores, el artista traslada su iconografía inventada a las pinturas, donde encuentra mayores posibilidades compositivas: en la pinturas los ídolos o dioses pueden variar su escala, hasta convertirse en protagonistas de la escena («El día de los dioses») o en espíritus como inquietantes apariciones («Jinetes en la playa»)
EL INTERMEDIO FRANCÉS
Pero la estancia de Gauguin en Tahití distaba mucho de ser paradisíaca: a la desoladora soledad y la perenne falta de dinero se le añadió, ya a finales del año 1892, una enfermedad en los ojos, añadida a constantes diarreas y vómitos -en ocasiones incluso de sangre- que le obligaron a ser hospitalizado durante mucho tiempo. Desesperado, escribió al Ministerio francés rogando su repatriación, que se haría efectiva a comienzos del año próximo.
De vuelta a casa, tras ser hospitalizado en Paris en mejores condiciones que en las islas polinesias, y cobrar la herencia del tío Isidoro, mejora su situación física y económica. Alquila un apartamento en la capital francesa donde vive junto con Annah la javanesa. Además, Gauguin consigue que nada menos que medio centenar de obras suyas sean expuestas en una gran sala de la exposición de arte moderno de Copenhague. En resumen, nada podía hacer pensar que Gauguin, el viajero que había aguantado ni dos años en los exóticos mares del sur, volvería a pisar tierras polinesias.
Pero Gauguin volvió. Volvió dos años después, tras descubrir que había contraído la sífilis. Volvió tras fracturarse el tobillo en una reyerta con unos marineros de Bretaña. Volvió tras pintar en Paris una loa, una ensoñación a la cultura tahitiana, la obra maestra «Mahana no Atua (El día de los dioses)» (Chicago, Art Institute), en la que la diosa Hina es adorada por un grupo de mujeres que danzan rodeadas de aguas multicolores. Volvió, en definitiva, tras darse cuenta de que su lugar ya no estaba entre sus colegas de la vieja Europa. «¡Qué vida tan tonta, la forma de vida de los europeos!». El 3 de abril, Gauguin abandona Europa, a la que jamás volvería en vida.
«SOY UN DELINCUENTE.» – DE NUEVO EN TAHITÍ
«Quiero acabar mi vida aquí, en la soledad de mi cabaña. Ah, sí. aquí soy un delincuente, ¿y qué? Miguel Ángel también lo era.»
De vuelta a Tahití, Gauguin se siente liberado, libre de cualquier corsé artístico y social. En su progresiva separación de cualquier vestigio de la sociedad europea, abandona Papeete y se traslada a una cabaña en el interior del país, tal vez buscando ese valle ensoñado en el «Matamua».
Liberado de estos corsés sociales, Gauguin no duda a la hora de convertir a la mujer tahitiana en la nueva imagen de la Eva artística. El artista nunca ha ocultado su admiración por las jóvenes tahitianas, incluso por las demasiado jóvenes (su amante Pau’ura tiene apenas 14 años) y en intermedio francés presumía ante sus colegas de que todas las noches jóvenes nativas se metían en su cama » como poseídas por el demonio» sin que, por supuesto, él hiciera algo por ahuyentarlas (actitud que le proporcionó una hermosa sífilis) La figura femenina es la protagonista en obras célebres como «Te arii Vahine (La reina de la belleza)» (1896, Moscú, Museo Pushkin), » Muchachas con flores de mango (o dos tahitianas)» (1899, Nueva York, Metropolitan Museum)
Una obra paradigmática de este periodo es la famosa «Nevermore» («Nunca más», 1897, Courtauld Institute, London) obra en la que el desnudo femenino vuelve a saltar al primer plano. Sin embargo, algo de la vieja Europa sigue estando presente en el cuadro: el título hace referencia al famoso poema de Edgar Allan Poe, que Gauguin había oído recitar en el Café Voltaire. No obstante, el cuervo, protagonista de la historia del poeta americano, y que debe imaginarse como siniestro y amenazante, queda en un segundo plano frente a la fuerza del desnudo femenino.
¿DE DÓNDE VENIMOS? ¿QUIENES SOMOS? ¿A DONDE VAMOS?
El mismo Gauguin afirmó que tras pintar «¿De donde venimos? ¿ Quienes somos? ¿A dónde vamos?» (1897, Boston, Museum of Fine Arts) había intentado suicidarse. Sea esto cierto o no, lo cierto es que meses antes de pintar su obra maestra, las cosas se torcieron de tal manera que todo hacía presagiar un trágico final que sin embargo tardaría un lustro en llegar: su situación económica se vuelve prácticamente insostenible -lo cual no le impediría, sin embargo, rechazar una asignación del Ministerio francés por considerarlo una «limosna»- y la sífilis y el alcoholismo convierten su estado físico en una tortura. No obstante, el más duro golpe le llegó literalmente por correo: en la primavera de 1897, una carta le informaba de la muerte, con apenas 21 años, de su hija Aline. Esta muerte supuso no sólo la ruptura del artista con su esposa, a la que acusó irracionalmente de la pérdida de su hija, sino con la Fe que aún podía conservar. En una devastadora carta fechada ese mismo año, Gauguin afirma: «Mi hija ha muerto. Ya no quiero a Dios.»
En este estado mental Gauguin emprende la titánica tarea de pintar su testamento artístico, la obra que reúne en si misma todas las demás obras del artista: «¿De donde venimos? ¿Quienes somos? ¿A dónde vamos?» no es simplemente la obra más colosal que Gauguin pintó vida (139- 375 cm .) sino que desarrolla por completo la doctrina filosófica y pictórica del artista.
Con un formato llamativamente horizontal, el lienzo sigue una evolución cronológica inversa, comenzando en su extremo izquierdo con la desoladora figura de una momia que, en posición fetal, tapa sus oídos como intentando mantenerse ajena a toda la escena; mientras que en el extremo izquierdo, un bebé, símbolo de la inocencia y la vida, es cuidado por tres jóvenes tahitianas. En el centro, la figura del hombre que coge un fruto simboliza la tentación y caída del hombre. Estructurando el cuadro en un sentido cronológico inverso, Gauguin parece señalar lo primitivo, lo inocente, como único camino a seguir por el artista.
EL ÚLTIMO ACORDE – HUÍDA A LAS MARQUESAS
En septiembre de 1901, Gauguin abandonó Tahití con destino a las Islas Marquesas. El porqué de su huida aún no está del todo claro: mientras que los admiradores sugieren que el artista buscaba un nuevo escenario para sus inquietudes artísticas, no pocos historiadores señalan al hecho de que su evidente deterioro físico le había hecho perder encanto entre las tahitianas, forzándole a largos periodos de abstinencia. Sea cual sea el motivo, Gauguin se estableció en Hiva Da, principal isla del archipiélago de las Islas Marquesas, y establece su casa sobre terrenos de la Iglesia Católica. Antes de partir, pinta una bonita despedida a Tahití en su «Idilio en Tahití» (1901, Zurich, colección E. G. Buhrle)
La figura femenina sigue siendo una parte fundamental en su temática. En «Contes barbares (leyendas exóticas)» (1902, Essen, Museo Folkwang) Gauguin vuelve a loar la belleza polinesia representando a dos bellas muchachas sentadas, tras las que aparece la misteriosa figura del poeta Meyer de Hann, amigo parisino de Gauguin. No deja de resultar curioso, abierto a múltiples interpretaciones, que la figura del occidental se nos presente como un demonio de ojos felinos y afiladas garras.
No obstante, Gauguin comienza pronto a intuir su cercana muerte: su deterioro físico es ya imparable, y el artista siente, por primera vez en años, impulsos de regresar a Europa. Aún así saca fuerzas para pintar. Sus composiciones de estos últimos años están llenas de metáforas relacionadas con la muerte, como es evidente en su última obra maestra, las dos versiones de «Jinetes en la playa» (Essen, Museo Folkwang, y colección Niarchos) En esta especie de tributo a las pinturas de carreras de Degas, Gauguin ha representado a los jinetes en una playa aparentemente infinita. Toda la pintura está impregnada del melancólico sentimiento de una despedida, como prediciendo la muerte del propio artista pocos meses después: los jinetes se aproximan tranquilamente hacia la costa, donde una ola rompiente marca el límite entre la tierra y el mar -o entre la vida y la muerte- de donde dos misteriosos y coloridos espíritus han aparecido, quizás para acompañar a los vivos en su último viaje. La hermosa y colorida obra es el testamento pictórico de Gauguin y una elocuente oda a la vida polinesia.
El 8 de mayo de 1903, en medio de problemas físicos, económicos y judiciales, Gauguin murió. Cuenta la leyenda, la no siempre fiable y verídica leyenda, que los nativos, al enterarse de su muerte, gritaban: «¡Gauguin ha muerto! ¡Estamos perdidos!».
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